Aquella jovencita, casi una niña todavía, era una rosa, una flor tierna, perfumada, algo frágil, bella. Su hermosura, a pesar de su inocencia, resultaba demasiado tentadora para aquella mente enferma. Aún no era una mujer cuando le arrebataron la flor de su inocencia. Su vida se derrumbó cuando apenas empezaba a construirse.
Pasaron meses, años… Se le escapó media vida sin haberla vivido, media vida de miedos, de culpas sin ser culpable. Pasaron los amores que no pudo corresponder. Tanto perdió que acabó perdiendo hasta el miedo. Todo cambió un atardecer de verano… Caminaba sin prisa, con la vista fija en el horizonte anaranjado, preludio de una hermosa puesta de sol.
Se detuvo junto a aquella casa en ruinas, observando una rosa roja que había crecido entre las escombros. Fue en aquel instante, mirando aquella rosa, cuando perdió el miedo a abrir su corazón, el miedo al amor…y el asco al sexo. Porque solo entonces comprendió que las rosas pueden crecer fuertes, bellas y olorosas incluso entre las ruinas que otros dejaron a su paso.