Siempre que ocurre una tragedia sentimos un gran dolor por todas esas personas que han sufrido en sus propias carnes ese horror. Pero nadie puede imaginar la angustia de esos familiares, por mucho que nos pongamos en su lugar, que esperan una noticia que darían media vida por no escuchar.

Cuando escuché esta mañana mientras cocinaba que un avión había caído en los Alpes franceses, lo primero que se me vino a la cabeza fue que otra vez los terroristas hacían una de las suyas y por unos segundos solo pensé en las familias de los pasajeros: en lo que estarían sintiendo en aquellos momentos escuchando la información. Habría madres,  padres, esposas, esposos, hijos… que no darían crédito a lo que oían. Estoy conforme en que se debe dar  información, pero han sido varias las horas transcurridas hasta decir el vuelo exacto. Creo que se debe ser más prudente con lo que se cuenta, ya es bastante doloroso que los familiares de los afectados tengan que vivir esa pesadilla, como para que además aquellos que por la mala información crean que son los suyos.

Tras cuarenta y ocho horas, el horror es mayor, si cabe, al decir el fiscal francés que fue el copiloto el que voluntariamente accionó el botón de bajada con el propósito de destruir el avión, después de escuchar las grabaciones de la caja negra.

Para personas de a pie, sin dobleces, como somos la inmensa mayoría, es imposible pensar que alguien pueda decidir matar a unas personas inocentes sin ningún motivo. Aunque nunca se puede justificar a un criminal, no cabe duda de que este piloto debería padecer algún trastorno psíquico, a pesar de pasar todas las pruebas y considerarse apto para su cargo.

El comandante ha tenido una de las agonías más duras que un ser humano pueda tener pues  no moría solo él, sino todas las personas de las que era responsable. La impotencia que debió sufrir al comprobar el bloqueo de la puerta de entrada a cabina  y ver que el avión se precipitaba contra las montañas con todos los pasajeros… ¡Ocho minutos de agonía!

Araceli Ruiz

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