Antequeranos:
Un peligro mortal se cierne sobre nuestros túmulos de Menga y Viera: ocho millones de euros que, si no lo remediamos, servirán para retocar y no enmendar (demoler) el disparate de edificio construido, allí mismo a sus pies, hace treinta años.
Y, lo que es peor, causa sonrojo el hecho de que, lo que paraliza a los responsables en su error histórico no es la fuerza del destino, sino un pueblerino empeño por salvar la cara política de la Junta. Antológico ejemplo de autorreferencia.
¿Puede una coyuntura tan absolutamente anecdótica (en la perspectiva temporal de lo milenario) empecinarse en perpetuar tal agravio a nuestros dólmenes y, de paso, comprometer su aprobación por la Unesco? Y, aún si ésta optara por mirar para otro lado ¿cómo será juzgada por las próximas generaciones una intervención que, a ojos de los responsables de hoy, es ya una manifiesta irresponsabilidad? Pues, tendremos una catetada imperdonable que (más tiempo y dinero) habrá de ser subsanada por otros en un par de generaciones.
Sólo hay un modo de estar a la altura de la responsabilidad que exige este presente histórico. Y no es, desde luego, un tuneado para minimizar el impacto de semejante infraestructura (no es cuestión de grado), sino cortar por lo sano. Ahora que hay el dinero. Y, la alternativa.
El pasado no existe sino en sus reliquias; literalmente: lo que queda. Pero éstas, por venerables que sean, sólo están siendo permanentemente dadas por supuesto. Tanto, que,… “a fuerza de presuponerse acaban por no imponerse” (Simone Weil). Ahora bien: ¿De dónde se espera que un dolmen ha de sacar fuerza para “imponerse”?:
– ¿Acaso del solemne refrendo de la UNESCO?
– ¿De la solvencia científica de trabajos, congresos y, publicaciones?
– ¿De la “puesta en valor” de ese espacio venerable como parque temático,
Museo y, Centro de Interpretación, donde el visitante (“érase una vez…”) haga su particular regreso turístico al pasado prehistórico?
El que, con ánimo de denunciar el empecinamiento en el error de la Administración del Patrimonio Andaluz (y a los que, callando, otorgan), firma la presente, piensa que el reconocimiento que merecen nuestros dólmenes tiene como premisa lo siguiente: ¡¡Dejar que sean éstos los que impongan su presencia!!
Cualquiera con ojos en la cara caería en la cuenta de lo evidente: Un túmulo es una abultada eminencia deliberadamente obvia en el sentido etimológico de lo que, poniéndose delante, sale al paso (del latín, “ob” y “via”). Y salta a la vista como lo que es: una preñez simbólica, un “hito interpretativo del territorio”. Porque ese montículo (“tumulum”) artificial, nace con voluntad de ser signo en medio de un paisaje – la Vega de Antequera, o un páramo irlandés- en el que impone un “ordo” nuevo… ¡Si es que le dejan! Ese es (debiera ser) su simbólico impacto.
Pero, no lo es. Los dólmenes de Antequera llevan más de dos siglos siendo: “…descritos, medidos, dibujados, interpretados, soñados, fotografiados, excavados, sondeados, conservados, protegidos…” Y, sin restar un ápice de mérito a tan ingente trabajo: ¿Puede decirse – como se ha dicho- que Menga, Viera y El Romeral “son hoy lo que son”… porque “sobre” ellos se han posado tantas sabias miradas? ¿Acaso producimos la verdad al pensarla, como pretende cierta filosofía?
Uno mismo (¡y tantos otros!) está convencido de todo lo contrario: Los dólmenes no son hoy lo que son, precisamente porque, en este interminable proceso de búsqueda…quizás no se ha acertado aún con el sentido en que la verdad era entendida por los griegos: la realidad, ella misma, mostrándose sin velos (“aletheia”)
Porque, si queda aún algo por des-velar es exactamente esto: los túmulos “en persona” ¡Para que lleguen a ser lo que son! Y, lo que son, no es una verdad que dependa de que esté siendo permanentemente pensada por sus intérpretes ¿Tan mediato parece el potencial impacto de los mismos? ¿Nadie cree que quepa tener de ellos una “representación intuitiva”, una mirada “inocente” como quiere la fenomenología en su intento de ir “a las cosas mismas”?
Uno piensa que, si no se ha acertado aún en llevar los dólmenes a la “esfera de admiración” (que diría P. Espinosa a propósito de la glorias pasadas) del común de los ciudadanos, es porque la tarea investigadora y pedagógica -que está marcada por el atributo propio de las ciencias empíricas: la necesidad de “explicar”- no deja de contener el prejuicio (carencia de visión amplia del especialista) de creer que, en la actividad de excavar, sondear, medir, dibujar, describir, etc. se agotan todas las vías de acceso a la verdad del bien a conservar y proteger.
Este prejuicio es, a su vez, consecuencia del vicio de origen de la investigación científica: que la posición del observador especializado tenga que ser la del que está necesariamente enfrente de su objeto, o “sobre”…él, sin cuestionarse jamás la posibilidad de abdicar de su papel de sujeto activo. Pero, tal diálogo -fecundo en explicaciones- no le basta al espíritu, al que lo que le gusta es un comprender “que tiene el carácter del recibir” (Edith Stein) intuitiva y empáticamente. Para evitar, precisamente, esa forma de fracaso de “comunicación” sujeto-objeto que, en su raíz fatal, manifestaba Rilke :
“A esto se llama destino: estar en frente
y nada más que esto y siempre enfrente”
(Elegía VIII)
Arqueólogos y prehistoriadores objetarán que bastante tienen con ejercer bien su trabajo. Pero, así como no basta con “explicar” cuando se está ante un manantial, un chiste, o la cara de un bebé -cuya verdad sólo es “otorgada por la cosa misma” (ibid.)- para “entenderse” con un monumento de este tipo… ¡es a él al que hay que darle la oportunidad de manifestarse! El acceso a su verdad depende de que ésta se nos muestre! Ese es el sentido griego de “aletheia”.
Así que, en casos como este, el progreso en el diálogo del observador con su objeto pasa por esta mínima inmersión fenomenológica o, si se quiere, simbólica revolución copernicana: que por una vez sea el sujeto el que se ponga a sí mismo entre paréntesis… para conceder al objeto, el papel protagonista del que sea capaz con toda su potencia (patencia). Pues, como dice Heidegger: el “fenómeno (es decir, aquello que se muestra a la experiencia) mismo, nos coloca ante la terea de aprender de él preguntándole, es decir, de dejarnos decir algo”
En Antequera, el traslado del monumento al Capitán Moreno es buena muestra de ese dar protagonismo. Ahora bien: lo que es verdad para una estatua en su pedestal, mucho más lo es para un túmulo. Pues no es éste un “monumentum” (en latín: guardián de la memoria) cualquiera; es el protomonumento: la “baliza simbólica” más arcaica, el “hito interpretativo del territorio” más primario, el impacto visual erigido por aquellos (¡y, no por éstos!…) “creadores de la memoria” para convocar las miradas (“conspicuus”) -en un horizonte de 360º- en torno a lo más trascendente de lo humano.
Ahora bien, el túmulo “en persona” (diría Husserl), es un absoluto simbólico cuya esencia no necesita de una larga elaboración intelectual para ser captada, sino que puede ser “intuida” inmediata y directamente: en una “intuición ejemplar” (E.Stein). A condición, naturalmente, de que sea liberado de su encierro para que salte a la vista como lo que ya hemos dicho: abultada obviedad, preñez sagrada y “nido de entraña” (Juan Ramón J.) de nuestros padres. O, como dicen ten bellamente los paneles de una reciente exposición: nuestro “depósito de identidad genealógica y cultural”, o la “meditación de nuestros padres sobre la vida y la muerte”
Será sólo su desnuda imagen (más que todo el I+D+i de la investigación) la que corrija nuestra memoria para dejarlo instalado en la esfera de admiración intuitiva y empática que le corresponde:
“en la mirada más colmada y el corazón sin palabras”
(Rilke, Elegía IX)
Epílogo: Interpretar con un martillo
Napoleón no arengó a sus tropas en la Batalla de las Pirámides -como un guía turístico- diciendo: “contemplad esos tres mil años”, sino: “¡tres mil años os contemplan!” Porque en la pirámide o el túmulo se patentiza, en sentido fuerte, el matiz de movimiento del prefijo “ob” en el adjetivo latino “obvius”, que viene a decir: “¡Nada hay más “claro ante los ojos” que “lo que les sale al paso” imponiéndose!
De modo que esta es, en conclusión, la madre de todas las obviedades, la que se cae de simple:
Que tener estos túmulos megalíticos -¡el “hito existencial” que nos conecta con nuestro pasado más venerable!- encerrados entre gasolinera y sede institucional, es tan necio como impedir que una luz irradie, metiéndola bajo el celemín de la parábola evangélica. Y de nada sirve la invitación introductoria de aquella exposición que mencionaba (“¡Adelante, miradnos como somos!”) si no hay por nuestra parte voluntad alguna de quitar de en medio todo aquello que impide tenerlos a la vista (y, no en los paneles de una exposición, sino en su espacio despejado)
¿Qué clase de icono es ese que no se impone a la mirada? Un túmulo no luce… “sino con la presencia y la figura”, por decirlo con el poeta. De ahí que hayamos tenido que parafrasear a Nietzsche: si transmutar valores requirió “filosofar con un martillo”…; para devolver (al menos a Menga y Viera) el entorno inmediato y exento que necesitan para des-velarse, el martillo no podrá ser ni mucho menos metafórico.
Aceptado esto, el intérprete decidido (?) a elevar un grado el pasivo “merecer” nuestros monumentos, hasta el activo “admirar” -como pidió P. Espinosa para las hazañas guerreras del pasado antequerano- habría de comenzar por respetar (del latín “respicere”: mirar por…) la impactante voluntad conspicua de los túmulos… “obviando” -demoliendo, por decirlo de una vez- todo aquello que impida su manifestación.
Esta, y no otra, es la consideración que espera pacientemente (es de suponer que al que tiene seis mil años no le ha de importar que se esté mareando la perdiz por otros treinta) un monumento, guardián de nuestra memoria, que si se viera al fin desembarazado -¡y en su espacio manifiesto!- agradecería tan elementales (y, por el momento, improbables) “miramientos”, con las palabras del místico:
“¡Ya puedes bien mirarme
después que me miraste,
que gracia y hermosura en mí dejaste!”
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