Le preguntaron, en
una reunión de obispos europeos, al arzobispo presidente de la Conferencia
episcopal alemana si fabricamos los hijos o si son un don divino. Contestó,
acuñando una frase que se ha convertido en emblemática: “Hacemos los hijos que
Dios nos da y Dios nos da los hijos que hacemos nosotros”. Ni fabricamos bebés
como quien produce muñecas, ni los trae de París una cigüeña. Los procrean sus
progenitores, gracias al Espíritu de vida que les hace concebirla.
Hoy día conocemos
mejor el fenómeno del embarazo e intervenimos más en los procesos de la gestación.
Hay más recursos que antes para superar la esterilidad o prevenir un embarazo
no deseado. Saber y controlar más conlleva mayor responsabilidad; no para rechazar la tecnología, sino para conjugarla
con el respeto mutuo a las personas y a la vida naciente.
Quienes sean
creyentes podrán pensar con acierto lo
que de misterio hay en todo nacimiento. La nueva vida es engendrada por obra de
ellos y por gracia de la Palabra creadora. Por eso la procreación es obra
humana y divina. Se puede decir, como opinan hoy la mayoría de los teólogos
católicos más serios, que María y José engendraron a Jesús, fruto de su unión
y a la vez que esa criatura es a la vez
el fruto de la acción creadora del Espíritu. Este nacimiento se convierte en símbolo
iluminador de lo que ocurre en todo nacimiento. Todo nacimiento es a la vez obra de los progenitores y gracia
del Espíritu de la vida.

El proceso y el
fruto del engendramiento humano es tarea y don. Responsables de la tarea y
agradecidos por el don, los progenitores ejercen una maternidad y una paternidad
responsables. La nueva vida será siempre un milagro. A nosotros nos toca
cuidarla y agradecerla. Tanto los recursos 
contraceptivos como la procreación  asistida pueden ser igualmente correctos
éticamente, si existe respeto mutuo y su uso es responsable, justo y justificado.

José Sánchez Luque

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