Cuando Francisco Sambenito entró aquella mañana en su despachito de director de sucursal bancaria de barrio no podía imaginar la clase de satisfacción que le iba a deparar el día. Una década le había costado llegar hasta allí. No estaba mal para un licenciado de provincias. Y aquella mañana, por primera vez, un cliente quería hablar con el director. El cliente quería algo que sólo él podía darle. Poder, esa sensación se llama poder.
Se estrecharon las manos de forma amable y distante, pusieron la mejor de sus sonrisas e intercambiaron frases de conveniencia. Había algo que le resultaba familiar. Los ojos oscuros y sin expresión, el abultado arco superciliar, la nariz chata… ¿Cómo le había dicho que se llamaba? ¿Andrés… Torquemada? ¿Su más odiado enemigo en quinto de EGB?
Ambos eran vecinos. Se veían todas las mañanas al ir y volver del colegio. Sambenito tenía la voz aflautada y gafas a prueba de balas, la ropa nunca le quedaba bien y era propenso a la mucosidad. Torquemada era feo sin remedio, sí, pero también un bruto de cuidado, un ser inanimado que, sin embargo, se movía. Y en cuanto se movía, atropellaba: collejas a discreción, pellizcos a traición, alguna que otra pedrada cuando cambiaba el tiempo y patadas sin balón aunque jugaran en el mismo equipo.
En aquella época todos los padres estaban asilvestrados, consideraban que los cardenales de sus hijos eran una prueba de salud y vitalidad. Es que no para quieto, decían. Claro que no paraba quieto, lo que hacía era correr y esconderse, y cuando corría no miraba atrás, porque ya bastante poco veía cuando corría hacia delante.
Aquella cara de bruto se plantaba de nuevo ante él. Sambenito tragó saliva, sonrió y un brillo perturbador adornó sus ojos, escondidos tras las gafas de cristales reducidos y montura metálica.
Dijo lo que tenía que decir y supo, al fin, lo que el destino le tenía reservado: «¿Así que necesita un préstamo? Pues está la cosa como para dar préstamos… ¿Y qué garantía puede ofrecerle usted al banco, si me permite la pregunta?».
Salvador Rivas
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