Asisto, con cierta sorpresa, a la moderada polémica que se ha producido sobre las subvenciones públicas a la Agrupación de Cofradías. Con sorpresa porque éste siempre ha sido un tema tabú, del que supuestamente bastaba decir una palabra en cualquier sentido para molestar a un importante número de personas. O sea, a un importante número de votantes. Yo, en mis cortas luces, pienso que cualquier tema puede ser abordado desde la sinceridad, la moderación y las buenas maneras. Las ayudas públicas a las cofradías no son de hace dos días. Es cierto, sin embargo, que recientemente se han incrementado en un porcentaje muy llamativo, al mismo ritmo que se hundían en la nada las ayudas a otros colectivos. No voy a repetir argumentos a favor y en contra, porque nada es blanco o negro: hay muchas opciones a la hora de promover cualquier actividad. Lo que sí parece necesario es explicar los criterios con que se hacen las cosas, al alza y a la baja, porque no se trata de temas que afecten sólo a los colectivos.

El beneficio social hay que hacerlo entender, para que todos sepamos por qué se facilita una procesión un fin de semana de tantos y no se ayuda, de forma efectiva, al propietario de una cafetería o un restaurante que todos los domingos. Y no digo que una cosa sea más importante que otra. O hacer llegar a los residentes en el centro las razones por las que contribuyen a la actividad de las cofradías muchos fines de semana, al encontrar esas calles cortadas al tráfico, con los coches bloqueados en los garajes. Estoy seguro de que se avisa con antelación, pero por algún motivo el mensaje no acaba de llegar a su destino.

El valor cultural, social y económico de cualquier colectivo se mide también por su capacidad para transmitir al conjunto de la sociedad cuán útil es su actividad. En el caso de las cofradías, no debería ser difícil que este insólito intercambio de impresiones condujera  a un mejor conocimiento de lo que aportan, en contraste con otras entidades y más allá de lo evidente.

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