“La clase media baja española es deprimente”. Leí esta frase entre divertido y airado, pues atribuyéndole una buena dosis de razón también es cierto que la clase media baja es mi patria. Fue un sábado de buena mañana, a poco de levantarme. Compré el periódico y entré en el Café del Centro para tomarme un descafeinado. Eché un vistazo a la portada del diario y sólo transcurrieron unos segundos hasta que mi vecino de mesa empezó a lamentarse del destino trágico de Rajoy y su desmejora física. No porque le cayera simpático o tuviera afinidades ideológicas, sino porque él no ve al político. Ve a un ser humano donde yo, persona insensible, sólo veo una plaga.
Mientras mi vecino de mesa describía los síntomas de deterioro que dejan traslucir las fotografías del mencionado ser humano, yo cogí el suplemento del periódico dedicado a la moda. Siempre incluye alguna pieza social o cultural, y es sano echar unas risas leyendo las últimas tendencias sobre la cosmética de inversión. O el auge de los productos monodosis para el “neceser nómada”.
De repente me topé con una entrevista a Angélica Liddell, dramaturga, directora teatral y actriz. A veces las preguntas aparentemente tontas no producen respuestas comprobadamente estúpidas. La periodista quería saber si la familia de la dramaturga va a ver sus obras. Y Liddell le contestaba: “Qué va. Para gran parte de ella soy una auténtica payasa. Tienen sus vidas, sus familias, sus casas con chimeneas de fuego artificial, sus hipotecas, sus pensiones… El hombre medio es terrible. Lo conozco bien porque yo provengo de la clase media baja española y es deprimente”.
Interrumpí la sesión clínica de mi vecino de mesa y le comenté la frase, además de la que venía a continuación: “Que la niña leyera mucho era extraño. Me llevaban al psiquiatra para que no fuera más rara de lo normal”. Uno de los puntos fuertes de mi vecino de mesa es el conocimiento de la naturaleza humana. Por eso no tardó ni medio segundo en exclamar: “No fuera a ser que nunca le saliera novio”.