Creyentes y no creyentes están experimentando en estos meses deseos de cambios sustanciales en la Iglesia, caracterizada -desde hace décadas- por su inmovilismo y sus actitudes condenatorias. La llegada del papa Francisco está suponiendo un giro de 180º grados en la marcha de la institución. Francisco nos dice que el ser y el hacer de la Iglesia debe centrarse en el Evangelio y en las directrices del Vaticano II que habían sido silenciadas o desfiguradas, y no tanto en la religión, entendida como ideología, con sus dogmas, leyes y ritos. Ha dado que hablar su frase: “Yo creo en Dios, no en un Dios católico”.

Francisco quiere ir borrando paulatinamente mil años de autoritarismo y absolutismo, abriendo la Iglesia a un espíritu más democrático en el que todos nos sintamos corresponsables en la búsqueda de nuevos caminos a favor de la liberación de los pobres. Se ha hecho célebre una de sus frases más emblemáticas y que nos recuerda en su último escrito, “La alegría del Evangelio”: “Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada -por buscar nuevos caminos- a un Iglesia enferma y cerrada sobre si misma”.

Un gesto inédito: hace unas semanas ha lanzado una encuesta con 38 preguntas sobre los espinosos problemas de la familia en la actualidad. Desea que las respondan no solo los obispos – como hasta ahora se hacía- sino también los curas, los cristianos de a pie e incluso los no creyentes. Tal vez con Francisco empiece a derrumbarse la última monarquía absoluta de occidente. ¡Estamos de enhorabuena!

José Sánchez Luque

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