“Nos os encariñéis demasiado con él”, les dijo el médico. Aquel galeno de gruesas gafas y actitud paternal sabía que el pequeño no viviría mucho tiempo. Mejor que sus padres no le cogieran mucho cariño, así la irremediable pérdida sería algo menos dolorosa. Pero aquella mujer no solo era madre, también era obstinada. Se empeñó en alimentarlo a toda costa.
Aunque no cogiera la teta. Aunque rechazara el biberón. Aunque ni siquiera parecía esforzarse por abrir los ojos… Su bebé tenía que comer, solo así sobreviviría. Cada nuevo día era una lucha por la vida, una batalla ganada al tiempo. Pero aquel pequeñajo escuálido y llorón seguía sin dar señales de tener apetito.
A aquella madre obstinada se le ocurrió una idea “absurda” pero que resultaría vital. Pensó que si le ponía una loncha de jamón bien apretada contra el costado, quizá algo de alimento traspasaría su piel llevando un hálito de vida a su cuerpo minúsculo y flaco. Quizá no era tan obstinada, simplemente era madre, una madre que no estaba dispuesta a perder a su bebé.