Como bien dice una compañera de Alas de Papel, en los actos culturales de Antequera siempre se ven las mismas caras.
Tal vez no sea el momento de reabrir el viejo debate de por qué no participa más gente en las actividades culturales. Puede que el verdadero debate sea ponernos de acuerdo sobre en qué consiste participar. Hay un espectador pasivo de la cultura: el que simplemente va al cine, el que contempla una exposición, el que ve una foto. Quien asiste a una mesa redonda y simplemente escucha. Es un consumidor nato, en el sentido menos mercantilista de la palabra.
¿Qué ocurriría si a estas personas se las atrajera hacia el verdadero consumo cultural? Esto es, que formaran parte de un taller de cine o que recibieran una formación pictórica básica. Estarían recibiendo y también produciendo cultura, a una escala básica, pero fundamental. Porque difícilmente se valora en toda su amplitud aquello que no se conoce. La escasez de espectadores en las actividades culturales es posible que merezca un cambio de enfoque. El concepto de «participación» puede habérsenos quedado eventualmente estrecho. No hay mayor bendición que aprender los principios básicos de la escritura cuando se es un apasionado de la lectura. O tener entre las manos un trozo de arcilla lista para modelar cuando se es capaz de contemplar emocionado un conjunto escultórico. Todos llevamos dentro un destello de creación, mucho más poderoso que el de la simple contemplación, y también mucho más adormecido. Sacarlo a la luz, hacer que lo descubramos: ése es el verdadero reto de la actividad cultural. La cultura es fruto de una inquietud individual, nunca va a depender de una estructura institucional, que es necesaria pero que no puede solapar la vitalidad de la propia sociedad de la que surge. Si las instituciones se convierten en la única vía de soporte cultural puede que las respuestas al debate estén en nosotros, las personas, y en nuestra disposición a participar de verdad.