Los restos y las memorias de los habitantes de Peñarrubia emergen por la sequía

0
107

Este pueblo de Málaga fue derribado con motivo de las obras de construcción del pantano de Guadalteba, lo que obligó a la expropiación y desalojo forzoso de más de unas 2.000 personas

La sequía ha vuelto a sacar a la luz los restos de un pueblo que desapareció hace más de medio siglo del mapa de la provincia de Málaga, pero que todavía sigue vivo en el corazón y en la memoria de todos aquellos que lo habitaron: Peñarrubia.

Los más mayores todavía son capaces de reconocer las calles y la localización de las viviendas con tan solo un vistazo a las ruinas que se dejan ver cuando baja el agua o a consecuencia de la sequía, como en esta ocasión. Restos de cimientos, muros y montones de piedras con conchas incrustadas son el único testimonio palpable que queda de lo que fue este pequeño municipio de la comarca de Guadalteba.

La magna construcción de una presa sobre el río del mismo nombre para mejorar el abastecimiento de agua en la comarca, junto con otra en el Guadalhorce, sumergió por completo esta localidad bajo el agua, lo que supuso el desalojo forzoso de los cerca de dos mil habitantes del término municipal en el año 1972. En concreto, 1.832 personas tuvieron que dejar atrás todo lo que conocían hasta el momento a causa de un pantano con capacidad cercana a los 280 hectómetros cúbicos.

La desinformación fue un hecho constante a lo largo de todo el proceso, que trajo aparejada la incertidumbre, preocupación e inquietud de los vecinos durante una década. “Era un proyecto que llevaba muchos años sonando, pero parecía que no iba a ocurrir nunca. La gente lo escuchaba, pero no acababa de creérselo, hasta que vinieron a expropiar las casas y el terreno”, relata Joaquina Durán, vecina del municipio que con 10 años se vio obligada a abandonar con su familia el pueblo para mudarse a Ardales, donde reside actualmente.

Los vecinos fueron indemnizados y entonces aparecieron las dos caras del desalojo: la de las personas que vieron en la desgracia una oportunidad de comenzar una nueva vida y la de los que sufrieron un auténtico drama por ver morir el pueblo donde nacieron, se criaron y habían formado una familia. “Todos tenían mucha pena por irse del pueblo, pero también era como una experiencia nueva. Recuerdo a gente que se fue ilusionada, pero también a los mayores hechos polvo”, cuenta.

En el caso de Joaquina, una de las principales consecuencias fue la segregación de su familia. “Yo recuerdo una casa siempre llena de gente y en un entorno muy bonito. Vivíamos a las afueras, a unos quinientos metros del pueblo. Nuestra familia era estupenda y muy grande, pues solo por parte de mi padre ya eran ocho hermanos. Teníamos animales y una huerta. Mis tías vendían las verduras en el mercado, mi abuelo las llevaba a Campillos, etc. Después de aquello, nos separamos”, lamenta. “En aquel momento lo viví sin sufrimiento, pero conforme me he ido haciendo mayor, me he dado cuenta de lo poco que hemos disfrutado en familia al estar tan repartidos. Además, ahora, con lo que se llevan las casas de campo, podríamos estar en la huerta haciendo nuestras reuniones familiares y todas esas cosas”, anhela.

Y es que la mayoría de la gente fue realojada en la nueva barriada de Santa Rosalía, en el término municipal de Málaga, cerca de Campanillas; mientras que otros se acomodaron en poblaciones cercanas como Campillos, Ardales, Cártama o Ronda. El resto emigró a Cataluña, en concreto a Mollerussa, en Lérida y otras comunidades como Galicia o el País Vasco y hasta fuera de España. “A los varones mayores de 18 años nos indemnizaron con 100.000 pesetas y también nos dieron facilidades para comprar una casa en Santa Rosalía”, cuenta Cristóbal Anaya, otro vecino del pueblo que se crio y pasó allí toda su juventud.

 Como curiosidad, fue la última persona que se casó en la iglesia de Peñarrubia, justo en el año del desalojo, con 24 años. Ahora vive en Campillos y de forma habitual vuelve a perderse entre las ruinas y los recuerdos del lugar dónde conoció al amor de su vida. “Mi mujer y yo vamos cada instante, siempre que pasamos por allí nos paramos. Nos acordamos perfectamente de la calle dónde vivíamos y ahora se ve todo mucho más porque el agua está baja”, afirma.

Las obras de construcción se iniciaron en 1966 y finalizaron en 1971, produciendo el abandono total en 1972. El término municipal de Peñarrubia tenía 35,84 kilómetros cuadrados y los no afectados por la presa fueron incorporados a Campillos. “Antes de derribar las casas, la empresa de construcción quitó puertas, rejas, ventanas, balcones… todo lo que podía reutilizar. Una vez que estuvieron vacías, las echaron abajo. Al principio, el agua no llegaba al pueblo, se quedaba como al borde el pantano. Fue a los cuatro o cinco años cuando terminó sepultado a causa de una tormenta. La iglesia fue el único edificio que dejaron intacto, hasta que terminaron tirándola antes de que alguien corriese peligro de meterse allí”, relata Durán.

El cementerio del pueblo fue cubierto y protegido con una placa de cemento, como un fuerte de hormigón para preservar los restos de los cientos o miles de habitantes que murieron y se encontraban enterrados allí, antes de ser exhumados por el efecto de las aguas. Aparte, todos los vecinos que quisieron, pudieron llevarse los restos de sus seres queridos a Campillos.

Actualmente, los peñarrubieros de toda España se reencuentran cada cinco años en la ermita que la asociación de vecinos terminó de construir a mediados de 2022, tras años de esfuerzo económicos y trámites burocráticos. Quisieron hacer una reproducción a pequeña escala de la iglesia de su pueblo en torno a la que celebran la romería de su Virgen del Rosario, para preservar su memoria.

“Hará como hace 15 o 20 años que se corrió la voz y empezaron a venir peñarrubieros de muchos sitios. Ver a amigas de la infancia que llevaban más de 30 años sin saber nada la una de la otra, gente que se reconocía enseguida, y otras no… ha sido súper emocionante. Entonces ahí es cuando me he dado cuenta de todo lo que se había perdido”, narra Durán.

Era un pueblo chiquito, pero con mucha vida. Tenía sus fiestas, sus ferias, sus carnavales. Sus tierras eran fértiles y muy buenas”, añora esta peñarrubiera, que, como muchos otros vecinos que viven cerca, pasea por allí habitualmente para rememorar el pasado de su pueblo y soñar con todo lo que pudo haber sido en un futuro que lamentablemente, nunca llegará.

PUBLICIDAD