Si yo fuera Dios haría cuanto antes un cambio radical en la creación. Haría un mundo nuevo, más perfecto, más humano. Porque, si somos sinceros, este mundo es un fracaso. Destruirlo para hacer otro nuevo sería lo más conveniente. Con gusto lo reemplazaría por un modelo menos asesino, menos injusto, menos hipócrita y falso.

A los humanos les pondría una conciencia altamente solidaria. Porque la que tienen es un desastre. Es una conciencia de seres primitivos, tiernos y brillantes a veces, pero todavía demasiado egoísta y dañina. Viven de los demás. No solo de los animales y de las plantas, del agua, sino de la propia gente. No hay derecho que con la fortuna de 8 familias de la humanidad se podría erradicar el hambre en todos los países más empobrecidos del planeta. No es justo que medio mundo muera de hambre y la otra mitad de colesterol.

En los últimos siglos, la riqueza del mundo occidental se fue concentrando sin control en las manos de unos pocos, dejando al resto de la humanidad en la pobreza, la desnudez y la muerte. La riqueza de occidente fue posible gracias al exterminio de unos 80 millones de amerindios, a la esclavitud de unos 20 millones de africanos, a la dominación y explotación de la mujer, al crecimiento de las guerras mundiales y al despojo constante y siempre vigente de continentes enteros por la fuerza de las armas y el poder corruptor del dinero.

Pero, gracias a Dios, no soy Dios. Y es mejor así. Porque a Dios no le gusta destruir. Aún le tiene cariño a este mundo roto y sigue teniendo fe en los humanos. Aunque la higuera parezca estéril, él sigue creyendo que va a brotar de nuevo. Con su ayuda y con la colaboración de mucha gente buena que aún hay en nuestra sociedad se van construyendo “un cielo nuevo y una tierra nueva en donde reine la justicia”, como nos dice la segunda carta de san Pedro. (2 Pt, 3,13).

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