Año tras año, con la llegada de la primavera, asistimos a la aparición de la oruga procesionaria (Thaumetopoea pityocampa), una vieja conocida en nuestra comarca. En su fase de larva, este lepidóptero de entre 4 y 6 centímetros, muy peludo, con cabeza y piel de color negro y costados en un tono grisáceo, puede resultar peligroso debido a sus pelos tóxicos y urticantes.
Muchas personas llegan a precisar de asistencia médica debido a las reacciones que el contacto con estos arpones puede ocasionar, asegura la Asociación Nacional de Empresas de Sanidad Ambiental, «algo especialmente preocupante en el caso de los niños y de las personas muy alérgicas». Otros grandes afectados son las mascotas, a las que pueden llegar a causar la muerte. No obstante, esas no son las únicas amenazas que representan ya que, pese a su pequeño tamaño y aparente aspecto inocente, a largo plazo pueden resultar letales para ciertos ecosistemas.
La procesionaria es la plaga más frecuente e importante en los pinares mediterráneos y del sur de Europa. «Esta oruga puede llegar a dejar los pinos desnudos y esqueléticos; defolian estos árboles ya que se alimenta de sus acículas, de forma que los pinares pierden su color verde y el paisaje se torna marrón, aunque con un tratamiento adecuado pueden llegar a recuperarse», hacen saber desde Anecpla. Controlar los diferentes focos que van apareciendo es fundamental para erradicar la presencia del insecto y evitar la propagación de la plaga.
En un ciclo biológico normal, la procesionaria debería comenzar a aparecer entre febrero y abril. Sin embargo, desde enero ya se ha hecho notar en varios puntos de la Península. La falta de lluvias, así como las suaves temperaturas del otoño y el invierno, han alargado el periodo de vida de esta oruga, y anticipado y prolongado su reproducción, favoreciendo la proliferación de esta especie invasiva.