El señor M. atravesó la plaza de Castilla un ventoso día de primavera, en el que las nubes iban y venían con el único objetivo de irritar al sol. Se sentó en un banco mirando a la Puerta de Estepa, de forma que podía entretenerse mirando pasar los coches alrededor del monumento. Sacó el papel de fumar y el tabaco picado, que aunque había subido de precio seguía siendo más barato que las cajetillas. Podía permitirse cuatro pitillos al día; cinco si aligeraba la dosis en cada uno de ellos.

El hijo del señor M. se había ganado el derecho a una beca universitaria ya en primer curso y ahora estaba a punto de acabar la carrera. El dinero de la beca había menguado pero su hijo obtendría el título, ¡vaya que sí!
Él, su padre, había encontrado un trabajo por horas en el que su jornada era el doble de la que ponía en el contrato, y el salario sufría arritmias que no se corregían ni con un marcapasos. Dinero para los apuros más acuciantes. Seguramente esa licenciatura universitaria no serviría de nada en aquellos momentos, pero había que confiar y mirar al futuro.

Había oído muchas veces una frase tan gastada que brillaba a lo lejos como las luces de la feria: «Esto es lo que hay. Si no te interesa, hay mucha gente deseando trabajar». El sol apartó una nube impertinente que enredaba su luz, y el viento sopló. El señor M. contempló aquellas pocas páginas de un periódico, sucias y gastadas, que se abrazaron a sus pies. Las miró con curiosidad.

El humo del cigarro cegó por un momento sus ojos. Fijó la vista en aquellas noticias marchitas. No reconoció a nadie. «Todo lo que sale en los papeles es mentira», pensó. En las fotos vio paisajes familiares, calles por las que pasaba de vez en cuando. Leyó unos cuantos párrafos y las palabras no le produjeron ninguna sensación. Echó de menos que las mentiras hablaran sobre él y sobre gente parecida a él. Se levantó del banco y pensó que mañana todo iría mejor.

Salvador Rivas

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