A veces, el silencio puede llegar a ser más aterrador que la peor de las palabras. Basta echar un vistazo a las grandes obras de la literatura universal y observar la escasa presencia femenina para darse cuenta de la certeza de tal aseveración, de la magnitud de algunos silencios.
Hasta principios del siglo XIX, son contados los hallazgos de mujeres que gozaron del placer de escribir – Safo, Corina, Sor Juana Inés de la Cruz, Teresa de Ávila o Madame Sataël, entre ellas – y en todos estos casos, la excepción pudo cumplirse gracias al entorno social privilegiado que le otorgaba su noble cuna o el aislamiento favorecedor de los conventos. Entonces, ¿es que acaso la mujer carecía del talento de conjugar palabras?, ¿no poseía ideas propias, inquietudes que aflorar y transmitir a su entorno?, ¿no sentía el impulso de realizar la apasionante búsqueda de la libertad que es natural en el ser humano?
Lo cierto es que la respuesta, en su simpleza, resulta mucho más dolorosa: a la mujer le estaba vedado todo lo que no tuviera relación con el hogar y la maternidad. Se le consideraba portadora de una naturaleza peligrosa e inteligencia inferior por lo que hasta bien entrado el siglo XIX las pocas que se asomaron a esa faceta lo tuvieron que hacer bajo un seudónimo masculino como es el caso de George Sand (Aurore Duphin), George Eliot (Mary Ann Evans) o Isak Dinesen (Karen Blixen). La literatura hecha por hombres ha sido, por tanto, durante siglos la encargada de ir forjando erróneamente el mundo interior femenino, con el resultado de que la imagen que la mujer tenía de si misma, en realidad no era más que la aceptación de la “idea masculina” de lo que es o, debe ser, una mujer.
Casos relativamente cercanos en el tiempo como el de María Lejárraga, consolidada intelectual de principios del siglo XX, que fue la escritora en la sombra de las obras de su marido, Gregorio Martínez Sierra o el, más reciente, de la autora de la saga Harry Potter que se vio obligada a ocultar su verdadero nombre, Joanne Kathlen Rowling, por las siglas J.K.Rowling temiendo la reticencia de los jóvenes ante un libro escrito por una mujer, nos inducen a pensar en un horizonte aún lejano de igualdad entre sexos mientras no dispongamos de esa “habitación propia” que Virginia Wolf consideraba impensable para que las mujeres escribamos y que precisa de dos elementos: independencia económica y un espacio físico donde desarrollarnos al margen de todos los vínculos afectivos y sociales establecidos. Construyamos los tabiques.
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