Aquella era una batalla desigual, una de esas batallas cuyo desenlace parece ya escrito desde mucho antes de iniciarse la contienda. Cuando decidió acometer aquella empresa, muchos lo vieron como un Quijote, un loco empeñado en enfrentarse a lo imposible.

“No es que sean gigantes, son molinos”, pensaron. Pero él levantó la vista hacia su objetivo, visualizó su sueño, calibró sus posibilidades y creyó que era posible. Solo él lo creyó. ¿Estaba loco? No. Simplemente confiaba en sus posibilidades. ¿Era un iluso? No. Era realista, y tenía un plan para alcanzar su objetivo.

¿Esperaba que fuera fácil? Para nada. Bien sabía de la dificultad que entrañaba. Pero eso no le importaba, sabía que el premio merecía la pena. Confiaba en sí mismo.

Tenía el compromiso de luchar sin desfallecer, de no claudicar frente a la adversidad. Y disponía de aquel arma que le hacía sentirse poderoso. Pero los demás solo veían a un hombre ilusionado con una quimera, con un imposible. Lo que ellos no sabían es que contaba con el arma más poderosa: la motivación.