Acabo
de enterarme de que Cortázar tenía una biblioteca personal de 15.000 volúmenes
y que se los había leído todos. Mi modestísima biblioteca puede ser cien veces
menor, habida cuenta de que un apreciable porcentaje está aún por
explorar,  y que buena parte de los libros que he disfrutado en mi vida
siguen en casa de mis padres. La biblioteca de L. quintuplica sin esfuerzo la
mía y seguramente me quedo corto. Fue en su piso donde veía casi a diario aquel
librito, exánime sobre una escueta mesa.

Sabía que Coetzee era un escritor, un Premio Nobel, y nada
más. Así que un día me decidí por fin a tocar aquel librito, Verano, que
resultó ser la tercera parte de las memorias del sudafricano John Maxwell Coetzee,
centrada entre los años 1972 y 1975: la época en que se perfilaba como
escritor. Las dos partes anteriores son Infancia y Juventud.

Coetzee escribe sus memorias en tercera persona, y las novela. Esto quiere
decir que las recubre con las formas de la ficción. ¿Pero qué ocurre si,
además, introduce la ficción en el relato de lo que, supuestamente, ha sido su
vida? ¿Se puede decir que miente? A mi entender, la respuesta es un categórico
“sí”. Y no me importa en absoluto.

Verano se construye a través de cinco entrevistas con otras tantas
personas, realizadas por un biógrafo británico una vez que Coetzee ha muerto en
Australia. Por supuesto, no ha muerto el escritor, ni el biógrafo existe, ni se
han realizado las entrevistas. Lo importante es lo que cuenta, su vida. Y ahí
es donde desliza “su ficción”, trastocando ocasionalmente circunstancias que no
sucedieron tal como las expone.

En Verano he encontrado un relato sobre la identidad, o sobre la
ausencia de ella. Un blanco sudafricano que no acepta el apartheid, pero
en el que éste no es más que un suave telón de fondo. Un afrikáner esencialmente
anglófono, alejado de su cultura de origen. Un hombre próximo a la madurez
socialmente inhábil. Una persona incapaz de encajar en ningún sitio, ya sea
físico o emocional.

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