Todavía ganaba España el partido cuando sonó el timbre de la
puerta. Era L., con la despreocupación de quienes no entienden que, en este
país, las banderas sólo se sacan cuando hay fútbol. Se sentó ante el televisor,
pero al otro extremo de la salita, y se puso a coser. Sólo había dado unas
puntadas cuando empató Holanda.
El descanso fue el típico trajín de ir al baño, reponer
cervezas y recargar optimismo. Pero L. se puso a barrer el patio y después regó
las plantas, como si fuera un sábado normal en el que hiciera falta darle
utilidad al tiempo. El partido se reanudó y ella volvió a coger aguja e hilo.
“¿Quién gana?”, preguntó. Sí, ya iban dos a uno, y ella se sorprendió durante
una décima de segundo. Después continuó cosiendo como si tal cosa.
Los goles iban cayendo. “¿Pero cuántos van ya?”, preguntaba
L. “Pobrecitos, mira qué caras. ¿Y dónde está Curitiba? ¿Y por qué hace tanto
frío? Uy, ese holandés da miedo. Pues si estos partidos son por puntos, cinco
goles son un montón de puntos, ¿no?”. Y cada frase me retumbaba en la cabeza
como los martillazos que fijan los pernos sobre la tapa de un ataúd.
Acabó el partido y recogí los cascos de las cervezas y el
montón de pañuelos de papel. “¿Y por qué cogen un avión esta noche, a dónde
van? ¿Esta vez le van a echar la culpa también a Sara Carbonero? Pero si está
lloviendo, ¿no hacía calor?” L. guardó la aguja y yo miré el agudo instrumento
como si escurriera las últimas gotas de mi sangre. “Cuando venía para acá no
había un alma en la calle, así da gusto pasear”. Sentí un ligero mareo y un
súbito acaloramiento facial. Mi respiración se agitó y sentí la necesidad de
gritar. Con enorme indignación dejé que las palabras se agolparan en mi boca:
bramé contra la inmoralidad de sumar al Producto Interior Bruto (PIB) 45.000
millones de euros de la prostitución, el contrabando y el narcotráfico. Qué
diantres, después me sentí un poco triste.

Por Salvador Rivas

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