Había visto partir muchos trenes a lo largo de su vida, quizá demasiados. Fueron muchas las veces que estuvo tentado de subir, pero siempre acabó quedándose en el arcén de las dudas, de los miedos; se refugió en la seguridad de lo predecible.

Pero aquella mañana se levantó dispuesto a coger el timón de su vida y poner rumbo a un objetivo largamente soñado, aunque siempre pospuesto en espera del momento propicio. “El momento es ahora”, pensó. Pero luego, al pasar por delante del espejo, vio sus ojos cansados, sus arrugas como surcos profundos cruzando su cara.

Su determinación palideció frente a la imagen del espejo. Su objetivo se volvió difuso tras la cortina de sus repentinas dudas. Aquella imagen de sí mismo era todo cuanto podía ver. Se sintió mayor para enfrentar aquel reto, para subir a aquel tren que no le esperaría.

Porque el tren de la vida no espera. Una vez más pensó que ya era demasiado tarde, que su último tren ya había pasado. Lo que no pensó es que nunca es tarde para nada.