Es sábado por la tarde y el cielo acaba de descargar un chaparrón. Me he puesto al ordenador porque una compañera de Alas de Papel no ha podido escribir el artículo de esta semana, así que repito yo. Un poco visto sí que me voy a poner. De una forma u otra, todos mis planes para hoy se han trastocado.
Es que quería ir al cine con mi hijo. La época es propia: otoño lluvioso (al fin) y con bajada de temperatura (al fin). Esto del cine es un vicio… Ya fui el miércoles, que después del susto que nos dieron al final del verano con el posible cierre de las salas no es cuestión de descuidarse. Fui el miércoles, digo, por aquello del día del espectador. Ví «Relatos salvajes», película que no esperaba por Antequera, porque tengo unos gustos peculiares en esto del cine. No me gustan las películas para adolescentes, ni las frenéticas con explosiones, ni… Bueno, que las películas que me gustan no suelen llegar aquí, qué le vamos a hacer. «Relatos salvajes» me resultó una peli tremendamente divertida, con mucho ritmo y mucha ironía.
Es un mérito para la actual empresa de los cines que la haya traído. No tanto que un par de minutos antes de acabar ya hubieran encendido las luces de la sala. Un poco de tranquilidad, que ya casi nos íbamos…
Esta tarde quería ir al cine con mi hijo. A una película infantil, sesión de cinco y media. Hemos llegado con veinte minutos de adelanto, como es costumbre. Sorpresa: una cola enorme, fundamentalmente formada por púberes y padres con hijos pequeños. Sólo estaba disponible una de las dos taquillas. La cola no avanzaba. Delante de nosotros un padre comentaba: «Bueno, si no conseguimos entrar a las cinco y media nos vamos a tomar un chocolate con churros». Íbamos al cine y hemos acabado comprando un kilo de naranjas y medio kilo de tomates para ensalada. Luego he desempolvado una vieja peli de Disney y la hemos visto en casa. Ahora haré las cuentas de cuánto dinero nos hemos ahorrado.
Autor: Salvador Rivas
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