Se puso su vestido azul, largo, vaporoso, de generoso escote… Se miró al espejo y sonrió con cara de satisfacción. Estaba guapa, y ella lo sabía. Poco después, frente al espejo del baño, pintaba sus labios de rojo carmín. Apenas terminó de maquillarse, volvió a sonreír; estaba radiante. ¡Quién lo hubiera dicho solo un año antes! Porque aquella chica que sonreía a través del cristal no había tenido una vida fácil. «La vida no es fácil para nadie», le habían repetido infinidad de veces. Pero ella sabía que, para algunas personas, la vida es más difícil que para otras, mucho más difícil. Ella era una de esas personas.

La chica del vestido azul había superado una grave enfermedad, una de esas enfermedades “incurables”. Quizás lo consiguió porque, tras su aparente fragilidad, se escondía una mujer fuerte, una jovencita que se negó a rendirse a pesar de haber estado tentada de hacerlo. Había caído hasta el fondo muchas veces, pero siempre se levantó, y eso la fue fortaleciendo. Porque siempre que nos levantamos tras una caída somos un poco más fuertes.